Presentación
Pero –lo sabemos bien–, dado que la muerte es inevitable, pues forma parte del mismo existir humano, si algo ha hecho el hombre a lo largo de la historia es poner todo su esfuerzo e ingenio en combatir el dolor, tratando de erradicar incluso la muerte. No obstante, por muchos y muy grandes que hayan sido los esfuerzos y energías puestos en ello, no cabe otro remedio que reconocer la victoria de la muerte.
Siendo esto así, y no pudiendo hacer otra cosa, los humanos han aplicado el ingenio en cómo posponer la muerte, desplazando y tratando de anular las enfermedades y sufrimientos que acompañan nuestro existir terreno.
Pero junto a ello, también es verdad que, a lo largo de la historia, no han faltado hombres –incluso científicos–, que han optado por rendirse ante el poder de la muerte. Y como no pudieran derrotarla, algunos optaron por anticipar la muerte, como medio de evitar los sufrimientos humanos que tanto pesar y congoja suscitan en los corazones. Así, no faltaron en diversos períodos históricos –incluso recientes– las prácticas eutanásicas y eugenésicas.
En medio de este mare magnum, cuando se atisban graves presagios que parecen anunciar un ocaso de la civilización occidental –en parte por la pérdida de las creencias religiosas y el olvido de los valores morales–, otro dato más hemos de considerar en nuestro análisis. Es el de denominado pensamiento débil, nihilista, que se reconoce impotente e incapaz de conocer la verdad y los valores esenciales de humanidad. Y, dando un paso más al frente, aduce una razón apodíctica –según sus promotores–: es que, sencillamente no existen; no, no existe la verdad...
A resultas de todo esto, el hombre ya no es considerado como siempre lo ha sido –especialmente desde que el mensaje de Jesucristo vivificara la cultura–: persona dotada de una dignidad sagrada e inviolable, capaz de acoger a Dios en su corazón y llamado a vivir con Él eternamente. Y, como, por otra parte, seguimos tropezando en la misma «piedra de escándalo», esto es, la existencia del sufrimiento y de la muerte... ¡muchos ya no saben qué hacer...!
Y como todo esto lacera el corazón humano, y supone una fuente de sufrimiento indecible, sin tener otra solución ante el problema, postulan el reconocimiento de la eutanasia. Lo cual significa disponer de la vida cuando uno así lo considere oportuno, porque ya no es una vida digna –dicen–, o que otros puedan decidir en ese sentido, caso que uno mismo no pueda hacerlo. Podrían decidir la familia, el Estado, las instituciones públicas...
De este modo –dicen algunos–, los humanos podríamos morir con dignidad, evitando tantos sufrimientos inútiles y estériles, que no consiguen otra cosa que hacer sufrir a la familia, viniendo a ser un coste muy alto para las arcas del Estado y la promoción del bienestar de la sociedad.
Por eso, no faltan voces que postulan el derecho a la eutanasia. Se trataría de un derecho más, reconocido y exigible como tal, y que el Estado habría de reconocer y facilitar a cuantos lo postularan.
Y es que perdido el sentido de la trascendencia, el reconocimiento de la existencia de Dios, y, consiguientemente, del valor y dignidad sagrada –e incondicional– de la vida humana, se da paso, fácilmente, al pragmatismo y al utilitarismo. El valor de la vida humana se desdibuja, en favor de la eficiencia y del rendimiento. En definitiva, el materialismo extiende sus tentáculos, hasta ahogar y aniquilar al mismo ser humano.
Buena muestra de ello es la realidad que ofrece la sociedad actual. De día en día –sin querer ser pesimistas, hay que reconocerlo–, los que propugnan la eutanasia ganan más adeptos, llegando a gozar de gran notoriedad, incluso reconocimiento y favor social. Todo ello, en aras a la libertad humana y los pretendidos derechos humanos, reivindicables democráticamente. De este modo, además de otras realidades que acompañan nuestro tiempo (aborto, prácticas contraconceptivas, violencia, homicidio y suicidios, terrorismo...) vemos que el influjo y alcance de la civilización de la muerte gana más adeptos y presencia social.
Y, como todo hay que decirlo, todo esto se fomenta desde instancias de poder mediático: el mensaje que transmiten los medios de comunicación social no es, precisamente, el respeto a la vida humana y a los valores morales de la persona y de la familia. Más aún, esa corriente de pensamiento gozo del respaldo político. Sobre todo cuando se favorece desde instancias gubernativas.
A este respecto –hemos de decirlo–, es claro el caso español. Hace un par de años, más o menos, asistimos a un bombardeo continuo, incluso desde el poder político, en orden a introducir la eutanasia en el marco legislativo y social de nuestra patria. Parece que se había apostado por ello decididamente. Pero, en última instancia, se dio como una especie de “frenazo”. No conocemos las razones. Quizá porque se consideró que sería algo impopular, que supondría una gran pérdida de votos, además del consiguiente desgaste político... Quizá se estimó que “el ambiente” todavía no estaba preparado, que había que profundizar en el espíritu pro-eutanasia. Quizá la fuerte protesta del Episcopado español, unida a la voz de tantos hombres y mujeres de bien (incluso desde ámbitos culturales y científicos), aconsejaron “echar el freno”... ¡por ahora...!, dirán algunos...
Sea lo que fuere, sin querer centrarnos en ese debate, concreto y puntual, a lo largo de este libro hemos querido afrontar la cuestión de la eutanasia. Y, como era lógico, también hemos tratado, por lo menos en alguna medida, de todas aquellas cuestiones que guardan relación con la misma.
Además –afrontando la cuestión desde la sensibilidad cristiana, en sintonía con Jesucristo y su Iglesia–, hemos querido ofrecer al lector cómo se contempla la cuestión desde una óptica cristiana. Y, en orden a sensibilizar acerca del valor de la vida humana en todas sus fases y estadios (por muy “pobres” que puedan ser sus expresiones concretas), hemos querido recoger varios testimonios de enfermos. Son personas que, algunas, podrían denominarse enfermos terminales, o personas que –humanamente hablando– tienen una expectativa, cara al futuro, como realización de sus vidas, muy pobre y apagada. ¡Pero es vida humana, auténtica vida! ¡Vida que tiene su origen y fin en Dios...! Y que, por ello, merece ser cultivada, protegida y alentada con todas nuestras fuerzas, con nuestra adhesión y cariño profundo. Y, si no, ¡que se lo digan a ellos...!
Quizá, leyendo, pues, estas páginas, el lector pueda persuadirse del valor y grandeza de la vida humana. Del valor y riqueza que suponen los enfermos para nuestra sociedad y en orden a la vida eterna, a que está convocada la entera humanidad.
Así, sensibilizados acerca de tan gran y relevante cuestión –tan decisiva para cada uno de nosotros y del futuro de la humanidad–, quizás, digo, todavía lleguemos a tiempo de corregir el rumbo de este mundo nuestro. Un mundo hermoso y estupendo, cargado de esperanza y de maravillosas realizaciones. Pero un mundo también –hay que reconocerlo– que se halla en serio peligro. ¡Ahora podemos salvarlo Ahora podemos hacer algo por mejorarlo. Será posible si todos y cada uno de nosotros apuesta por la vida, por toda expresión y realización de la vida humana. Así, sí, ¡así tendremos futuro...! Del otro modo no, pues si el hombre, si cada persona concreta no es reconocida y querida en sí misma, ¿qué futuro podremos esperar...?
ÍNDICE
A. Problemática actual
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B. Conceptos y diversas realidades humanas
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