Presentación
Han pasado algunos años desde que me ordené sacerdote. Y, ¡cómo corre el tiempo...! Veinticinco, en concreto.
Siendo seminarista –recuerdo- tuve la ocurrencia, ¡no sé por qué!, de anotar algunas de las luces espirituales que recibía en mi alma haciendo oración, transcribiendo también algunos de mis pensamientos al hilo de los estudios o de la vida ordinaria. Lógicamente –no podía ser de otro modo-, tratando del amor de Dios para conmigo; de la bondad y belleza de la Iglesia, Madre y Maestra, Arca de salvación en la que los hombres llegan al puerto de la vida eterna; de la maravilla y santidad de la vida cristiana; del hombre y del mundo... Y, ¡cómo no!, del sacerdocio, que ya me disponía a abrazar en amor a Dios y a su Iglesia.
¡Sí, quería ardientemente ser sacerdote, ser Cristo y realizar en favor de los hombres los misterios de la santificación y salvación...! A lo largo de mi vida, siempre he querido esto. Mejor: desde los diecisiete años. ¡Todavía recuerdo cómo fue...! Por eso, podría afirmar, que es lo único que he deseado, aun cuando a veces hayan confluido otros ideales o afanes... ¡Pero Dios me quería sacerdote! Y, por eso, ¡me buscó, me rescató y me hizo suyo...! Desde entonces –me parece poder decirlo con todas las veras del alma- ¡no he querido otra cosa que ser suyo, plenamente suyo!, ¡como Él quiera, y para lo que quiera...!
Yo lo que he hecho, únicamente, es decirle que sí, queriendo corresponder con generosidad y prontitud de ánimo. Seguramente, será algo que habré hecho con muchas deficiencias y lagunas... O, quizás, no lo haya logrado, pese a ser lo único que siempre he querido... ¡La vida siempre tiene un tinte dramático, pese a desarrollarse en las manos de Dios, en el claroscuro de la fe!... Pese a ello, cuanto de bueno haya en mí, o haya podido haber, es cosa de Dios, pues El me tomó y El me ha ido llevando –todo hay que decirlo-, sin apenas darme yo cuenta... Al hablar así, me parece digo la verdad. De todos modos, por supuesto, no quisiera sino expresar la verdad.
Bueno, después de dicho esto, al confiarte este libro que hoy pongo en tus manos, he de decirte cómo nació. Al hilo de mi experiencia espiritual, de mis vivencias y vicisitudes de seminarista, fui adentrándome en el misterio de Dios, de la Redención, de la Iglesia, del sacerdocio y ¡en la prodigiosa tarea de la salvación de los hombres...!
Así que, prendió una luz en mi interior. Y me dije a mí mismo: «¿Por qué no dejar por escrito algunas de estas cosas, que Dios me dice en el alma, o que se me ocurren en mi interior...? Quizá, más adelante, puedan servir a otras personas, infundiéndoles luces, o ánimos..., ¡quién sabe...!». No es que pretendiera expresar “genialidades”, o pensamientos de esos, “que hacen época”... En aquel tiempo, lejos estaba yo entonces de pensar que este escrito –que, desde el principio, lo concebí como Diario de un seminarista-, podría fraguar, llegando el día de ser publicado. Pero así lo hice.
Comencé a escribirlo teniendo veinte años, una vez iniciada mi formación más importante y específica en orden al sacerdocio. A decir verdad –y no lo digo a modo de excusa-, no emprendí esta tarea porque me creyera importante, o porque mi vida tuviera algo de especial... No. Simplemente lo hice –como ya he indicado- por amor a Dios y pensando ayudar, de algún modo, a quienes leyeran estas páginas. Respecto a lo dicho anteriormente, de su lectura pronto deducirás que en las líneas que siguen no hay nada especial: tan sólo un poco de amor de Dios, y buena voluntad...
Así que sin más prolegómenos, te invito a adentrarte en las páginas de este libro. Lo hago con la esperanza de que te puedan servir, pues –como es natural- de no ser así carecería de alicientes para escribir cuanto sigue. Si he logrado mi intento, o en qué medida, tú dirás... ¡Tú tienes la palabra...!
También -¿por qué no decirlo?, como ya he apuntado, lo hago en una fecha especialmente significativa: celebro mis bodas de plata sacerdotales. ¿Por qué, pues, renunciar a la ilusión de poder decir algo a los demás, de compartir alguna ocurrencia –si prefieres, gracias- que he podido recibir de Dios?... ¡Ojalá sea así...! ¡Veinticinco años!, ¡qué pronto han pasado!... ¡Qué densos y llenos de gozo, de alegrías y –también- sufrimientos; de pesares y anhelos...!
¡Veinticinco años! Que ¿si ha merecido la pena...? Por supuesto, sin duda alguna. ¡Aunque sólo hubiera celebrado una Misa, o confesado a un penitente, o pronunciado el nombre de Dios, y de María, en alguna predicación...! Que, ¿cómo me siento? o ¿qué impresiones tengo...? ¡Eso es ya otra historia! ¡no importa...! De todos modos, aunque pueda sonar a Perogrullo, diré –con toda mi alma, y grito en cuello- que si mil veces volviera a nacer, las mil querría ser sacerdote! ¡únicamente sacerdote...!
Y es que –por lo menos yo así lo entiendo- ¡lo que importa no es lo que podamos hacer nosotros en la vida, sino lo que Dios pueda hacer con nosotros...! ¡aunque estemos hechos de mala pasta...!
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