Desde que el Hijo de Dios se hiciera hombre, y naciera de Santa María, la gracia de Dios ya estaba presente en el mundo. Gracia que nunca faltó por los justos que precedieron la venida del Señor: los hombres y mujeres del Antiguo Testamento. Gracia que se hizo ya presente, como en una especie de aurora, por medio de Santa María, la Inmaculada, vencedora de Satanás, la mujer sencilla y fuerte que derrotó el poder del pecado, en previsión de los méritos de la obra redentora de Jesucristo. Ella es la mujer Santa, que nos ha dado santamente al Señor.
Una vez consumada la obra de la salvación, en virtud del sacrificio redentor de Jesucristo y de su resurrección al tercer día -como había anunciado repetidamente que acontecería-, el Señor subió a los cielos. Sentado a la derecha del Padre, glorificado en las alturas, dio cumplimiento a la promesa hecha, de que enviaría al Espíritu Santo, el Espíritu de la santidad, a fin de que nos santificara y transforma en Cristo, para que de ese modo -identificados con el Primogénito- nosotros también heredemos el Reino, que el Padre ha preparado para nosotros antes de la creación del mundo.
Cumpliendo el anuncio realizado, el Padre y el Hijo enviaron el Espíritu Santo el día de Pentecostés, comenzando así la Iglesia su andadura por este mundo, hacia la Casa del Padre. Los Apóstoles del Cordero inmolado, junto con María Santísima y otros fieles cristianos, recibieron el Espíritu Santo. Gracias al Don recibido, los que antes eran flojos y cobardes de espíritu, comenzaron a anunciar al Señor Jesús, afrontando múltiples peligros. Así fueron santificados con la fuerza del Paráclito, que los llevó a amar sin medida y a gastarse generosamente en el apostolado, pues el Amor ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que habita en nosotros (Rm 5,5).
¡Qué cambio tan súbito el producido en aquellos hombres!... Nada más ser renovados por el Consolador, comenzaron a predicar, y lo hicieron sin temor a nada ni a nadie. Gracias a los dones y bienes divinos con que Dios los enriqueció alcanzaron la cumbre de la santidad, tal como les había propuesto el Señor, como ideal de vida: Sed perfectos como perfecto es vuestro Padre celestial (Mt 5,48).
Tan profundamente fueron transformados, tan copiosamente los enriqueció el Espíritu Santo, que no les faltó el arrojo necesario para entregar su vida en santo martirio, confesando con el derramamiento de su sangre la fe que profesaban, y dando testimonio preclaro de que Cristo Jesús es el único Salvador del mundo. Luego, muchos otros hombres y mujeres, de toda clase y condición, les siguieron en el camino de la santidad y del martirio.
Entre todos ellos, sin duda alguna, destaca la Virgen Santísima, la Inmaculada y Madre del Señor. ¡La Mujer Toda Santa!, a la que los fieles enfervorizados ensalzan diciendo: "¡Más que tú, María, sólo Dios!...".
La Iglesia nacida en Pentecostés, con la fuerza del Espíritu, fructificó en abundantes frutos de santidad y de apostolado. En cuestión de pocos años, la Iglesia se enriqueció con el don de los mártires, ¡que tantos bienes trajeron sobre ella, para la conversión y salvación del mundo!... Ensalzándolos, Tertuliano escribió: "La sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos".
Y así fue, y así siempre será. ¡La santidad y el martirio son fecundos!... ¡Con la fecundidad que Dios, por su gracia, confiere a la pobreza humana!... ¡Pero en ellos refulge y se trasluce el rostro de Jesucristo!...
Así, pues, el libro que tenemos el gusto de presentar, recoge los testimonios de los primeros santos de la Iglesia. Especialmente de los Apóstoles, además de alguna consideración sobre la Virgen Santísima. También la vida y el testimonio de algunos cristianos -hombres y mujeres- que fueron protagonistas importantes de los Apóstoles.
Es el Papa Benedicto XVI quien, durante un tiempo, en los discursos de las Audiencias Generales -que tienen lugar los miércoles- nos ha dado a conocer tan bellas enseñanzas. Agradecemos el servicio que ha prestado a la Iglesia universal, trayendo a nuestra memoria el recuerdo de los Apóstoles y de algunos colaboradores suyos.
Mi trabajo, además de recopilar estos textos, y de introducir algún pequeño arreglo, además de subdividir cada capítulo, en orden a hacer más llevadera la lectura, y su comprensión al lector, ha sido un gozo. Vaya desde aquí mi agradecimiento al Sumo Pontífice. Trabajo que he realizado con la esperanza de que las enseñanzas del Pastor universal de la Iglesia sirvan para ayudarnos a conocer y tener mayor devoción, especialmente a los que son fundamento y columnas de la Iglesia.
Y¡ que ello nos mueve a luchar por alcanzar la santidad!, secundando así la enseñanza del concilio Vaticano que proclamó la vocación universa a la santidad, en favor de todo el pueblo cristiano. Surcando esta singladura es como podremos contribuir eficazmente a la renovación del mundo y a la salvación de todos los hombres, como hicieran los primeros cristianos.
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